EL TABIQUE DE PAPEL

 

 

MELILLENSE EN NUEVA YORK

En cualquier otro lugar del mundo, uno pediría una habitación con vistas a un parque, a un rio, a arboledas ó a jardines. En Manhattan en cambio, las vistas solicitadas al hotelero son de urbe y edificios, y a ser posible desde una altura de vértigo.

Los grandes edificios europeos son monumentales. Sin embargo ahí no lo son. Ahí son espectaculares. Huyen de la monumentalidad puesto que ello conlleva el sello de lo histórico, de lo pasado. En Nueva York los edificios aspiran a acompañarte en la modernidad. Tienen una vida inmensa, no por larga sino por contenida. Son rabiosamente contemporáneos, a pesar de los años que acumulan, y forman parte de la familia que la habita como un miembro más.

Como melillense en Nueva York, sentía que aquel mundo aparentemente caótico y altanero, era en realidad una alfombra voladora hacia un sistema ordenado de la convivencia humana, sencillo en su esquema de tolerancias, y educado con lo diverso, justo lo que Melilla, como ciudad nido de diversidades, ansía para su futuro.

Vivía el amanecer desde mi piso en las nubes, como un niño alucinado. La luz del día me abría lentamente el telón de una realidad impactante. Una arquitectura de libro acariciaba los cielos, y se manifestaba como un nexo entre el arte y la tecnología, en perfecta comunión con la vida. El placer era enorme. La luz solar se iba abriendo paso lentamente, y la cromática transformaba el escenario de una manera difícil de narrar.

La aparición de la luz natural iba acompañada de una sobredosis de energía que estimulaba una cierta efervescencia en mi interior, dejándome mudo y pleno a la vez. Su reflejo en ese paisaje de vidrio azulado me colmaba el ánimo, y me hacía sentir que de verdad estaba en otro lugar. Y así era Manhattan. El vidrio se postulaba como un animal arquitectónico siempre vivo, por la acción de la luz constantemente en movimiento.

¿Cómo fue que un islote reunió tanto deseo de alcanzar el cielo, y en una época donde todo era sueño y escasa posibilidad? ¿Qué clase de estudio económico podía dar viabilidad a tamañas locuras constructivas, inmersas en crisis y guerras? ¿Qué raíces culturales podían generar tal aspiración en la vida? Los rascacielos de Nueva York hacen sentirse pequeño al realista y al escéptico, y grande al soñador y al utópico. Los miré y me dije: decididamente todo es posible.

Todo en Nueva York es caminar, correr. El reloj, el metro, el taxi, el maletín, la mochila, los audífonos, la prisa, los tacones, y el perrito caliente, no son sino los diversos mecanismos de un motor engrasado para cumplir su misión: poner a la urbe en marcha. Los viandantes chocaban entre sí con cierto aire de costumbre y de continuo, pero ello formaba parte de su normalidad. El neoyorquino vive básicamente envuelto en la congestión.

En Nueva York no parece haber extranjeros. Todos actúan como lugareños. En eso tiene mucho que ver su arquitectura y urbanismo en general. El dibujo de sus edificios y sus calles no obedece sino a un criterio universal. La geometría se erige en reina de toda observación. Nada de lo que te encuentras por sus rincones huele a autóctono, a lugareño, salvo las banderas ondulantes y los Lincoln amarillos. Su arte es científico. Su ciencia es filosófica. Su filosofía es artística. Y vuelta a empezar. Ello deviene sin remedio en un contexto urbanístico sin un rasgo marcado por lo patrio y lo autóctono, o por lo histórico y lo moderno, sino por lo estrictamente fundamental y lo sustancial. Nueva York en realidad se conforma en base a un esquema muy básico, y ello probablemente facilita la integración.

Uno visita Viena y se siente en Austria. Uno visita Roma y se siente en Italia. Pero uno visita Nueva York, y se siente en el mundo.

No obstante, lo que más atrae de Nueva York sin duda, es su arte. Verdaderamente, su industria creativa, y su índole decididamente artística, hacen de la ciudad lo que hoy conocemos de ella y ansiamos sentir y tocar. Nueva York fue ideada por arquitectos y urbanistas. A ellos se sumaron pintores, escultores, cineastas y poetas. No fue la economía. En realidad, nunca lo es, aunque lo parezca. La economía sólo es la cliente del talento. Lo que produce arraigo en las personas respecto de un lugar es la emoción de sentir ese lugar como parte de su piel. Y eso es potestad del arte y de la cultura. De nadie más. La economía sólo se acopla, se “interesa”, y por supuesto, lo posibilita, a cambio de una retribución.

De vuelta a Melilla, paseaba por sus calles, por sus comercios, por su personalidad, y me quedé finalmente absorto frente al mar. Deduje que la arquitectura hace al pueblo, lo enriquece o lo empobrece, le da brillo y empaque, o definitivamente lo convierte en miserable. La calle no es sólo una vía circulatoria. Es en sí misma el envoltorio del caminante. La razón misma de todo paseo. Define a una ciudad. Si es ancha o si es angosta, si es peatonal o vehicular, si es recta o curvilínea, y por supuesto si es limpia o sucia, su morador adquiere en su uso una determinada manera de ser. Y los edificios, la arquitectura, son su músculo, la perspectiva de toda visión, Recordando Nueva York me di cuenta del déficit de contemporaneidad que sufre mi ciudad, y cuán largo debía ser el camino por recorrer.

Pero la arquitectura no es fruto del desarrollo, o al menos no necesariamente. Es fruto de un deseo de desarrollo. Este viene después. La buena arquitectura es siempre una apuesta, un riesgo, una aventura, pero que bien merece la pena. El Empire State Building se diseñó en un par de semanas, y se construyó en apenas catorce meses, lo que en Melilla tardamos en hacer un adosado. Pero lo más llamativo es que se construyó en plena depresión económica. La crisis no fue obstáculo. Las restricciones no fueron obstáculo. Pudo más el galope atronador del ímpetu americano de progresar y hacer, que el de esperar y guardar, más acorde con nuestra naturaleza mediterránea.

Pero así y todo, Melilla y Nueva York tienen muchas cosas en común. Ambas se hicieron a sí mismas en situaciones de grandes dificultades, y en gran medida de la mano de gentes venidas de lejos, inmigrantes y desplazados que con el tiempo las abrazaron como su mejor patria. Ambas articulan el futuro en base a un mestizaje de razas, credos, lenguas, y un abanico de inquietudes. Ambas son ciudades devoradas por la economía y por la prisa del ganar/ganar. Ambas pertenecen al restrictivo club de lo diferente, de lo abstracto, de lo furiosamente actual. Ambas viven una actividad política tremendamente agitada, puesto que sus respectivas vidas social y cultural así lo son. En definitiva, ambas, en su lógica dimensión, viven su condición sumidas en un caos muy sugerente y muy productivo.

Y todo ello se gesta en una caja escénica, en una geometría, en un espacio físico y real. Le Corbusier aseguró en su momento que si un gobernante quería dar bienestar a su pueblo, debía empezar por la arquitectura. Nueva York apostó inteligentemente por la arquitectura como bandera de su identidad, como estampa de su cultura. ¿Podría Melilla en un futuro decir lo mismo? Pensemos en ello.

Autor:

Toufik Diouri Yelul

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