LA CAÑADA DE LA… ¿MUERTE?
Dijo Winston Churchill: “Damos forma a nuestros edificios y después ellos nos dan forma a nosotros”.
Hace algún tiempo, estando de visita en Granada, me dio por visitar la Alhambra, monumento que se aprecia y se admira generalmente desde la cota de calle de la ciudad, pero en contadas ocasiones se hace el esfuerzo de sufrir la Cuesta de Gomérez, entre otras razones, por evitar la sensación turística.
Sin embargo en ésta ocasión, embriagado por el primer recuerdo universitario, decidí alzarme a la cima de lo que fue la escena del último llanto nazarí. El brío de la escalada fue fugazmente recompensado con la caricia incesante del paseo del agua por mis oídos, y del verdor a la vez silencioso y salvaje de tanta clorofila ante mis ojos. El caminar no siempre tiene el mismo valor. Aquí alcanza su máximo encanto, pues se trata de andar lo siempre deseado, una naturaleza de un lado ampulosa y casi barroca, y de otro lado siempre amable y sonriente con lo humano.
Pude comprobar, con ojos un tanto más educados en arquitectura y construcción, cuan singulares eran las diferentes culturas a la hora de relacionar la escala con la belleza, y no por ello dejar de alcanzar el objetivo de toda estética. Las columnas nazaríes, escuálidas y minimizadas en su figura, dotaban a los patios interiores de una sensación de hogar, de recogimiento, y de serenidad, frente a las soberbias y majestuosas columnas clásicas del palacio de Carlos V, que evocan justo lo pretendido: grandeza y solemnidad, con el fin de transmitir siempre la sensación imperial al invitado. Pero no es el único contraste a resaltar. La lista sería interminable, que no es la cuestión.
Sin embargo, es curioso finalmente comprobar el grado de integración que ambas culturas consiguieron aunar en un único espacio, que si bien está dotado para ser cuna de reyes y emperadores, por entonces radicalizados en sus respectivas culturas, no es menos cierto que podría afirmarse que las arquitecturas islámica y cristiana encontraron en la Alhambra un espacio de concordia y reunión, y donde pudieron ofrecer al mundo una muestra de convivencia estética y una prueba de confluencia, que el mundo admira. Para ello, en la Alhambra, la arquitectura se postula como libro pétreo de consulta.
Ebrio de sensaciones, trepé sin dudarlo un instante a la corona de la Torre de la Vela, donde me esperaba lo inesperado: un panorama lleno de inspiración. No era la Vega granadina, tampoco la estampa de Granada, ni tan siquiera la colosal figura de Sierra Nevada. Era el barrio del Albaicín, cuya figura adorna de manera serena y sutil las faldas de la Alhambra. Desde la altura, el Albaicín se muestra como paisaje inevitable, de sublime belleza, equilibrado en la forma y el color, pero sobre todo imposible de disociar de la naturaleza de Granada, como un bastón irremplazable de su historia, su arte, y su urbanismo.
Sin embargo, la historia nos cuenta que el Albaicín no fue en su origen más que un simple arrabal. De hecho, el término albaicín proviene de arrabal en árabe. Era un reducto de casas dispersas y habitadas por mendigos, que tras la batalla de las Navas de Tolosa se llenó de refugiados huidos o expulsados de Baeza, en 1.212, en lo que se denominó como el principio del fin de la era musulmana en la península ibérica.
Los nuevos habitantes confeccionaron su propio urbanismo mediante el caos arquitectónico. Casas sin medida ni escala reconocible fueron adueñándose del entorno, construyéndose sin planes preconcebidos, y tejiendo a la manera vernácula una maraña urbanística de muy difícil encaje. El Albaicín de Granada, arrabal de monte bajo, con el tiempo terminó configurándose en término municipal pleno de callejuelas angostas y de difícil acceso. Los servicios mínimos de alcantarillado y suministros no tenían por entonces carácter prioritario frente a la necesidad de habitar bajo un techo. El urbanismo sucedió a la arquitectura, con resultado visiblemente caótico.
Sin embargo, el tiempo y la mesura reconvirtieron dicho caos en Patrimonio de la Humanidad. ¡Quién lo iba a decir! Cuando el ser humano diseña su hábitat, no queda más remedio que aceptarlo, hacer un esfuerzo por dotarlo de funcionalidad, estética y dignidad, e integrarlo finalmente en la idiosincrasia de la totalidad.
Viendo aquel paisaje, no podía dejar de imaginar el extrarradio de mi ciudad, igualmente surgido como arrabal, devenido finalmente Patrimonio de la Humanidad. Convertir los problemas en oportunidades es el sello del buen gestor. Puede que, al igual que para el Alquimista de Coelho, el tesoro no esté allende los mares, sino en nuestra propia casa, en Melilla. Aunque quizás para ello, como hiciera él, haya que recorrer, conocer y reconocer otras fronteras y otros entornos, para poner en valor lo propio.
Pero la cuestión es cómo enfocarlo. Muchas veces resolver una ecuación no es lo más difícil, sino que el verdadero desafío está en acertar con el enunciado. Pues no hay mayor derroche e inutilidad que hacer eficientemente aquello que no se debe hacer. En ocasiones se ha podido constatar la voluntad, plena de buenas intenciones, de apostar por la modernización de la Cañada. Pero en mi opinión, éste es un término equivocado y lamentablemente tendente al fracaso. Modernizar es un término demasiado subjetivo, y en innumerables ocasiones supone una sustitución cultural, y posiblemente la ocultación de una realidad vivencial demasiado latente.
Mirando de reojo al Albaicín, y a la convivencia arquitectónica anteriormente narrada, como ejemplo de posibles, deberíamos empezar por reconocer y aceptar varios puntos de interés, para redactar el enunciado de ésta ecuación, antes de resolverla. La Cañada es Melilla, como lo es el Real, el Tesorillo, o el Triángulo de Oro. Su integración en el tejido urbano de la ciudad no está resuelta. Su población existe, tiene una identidad y una idiosincrasia cultural determinadas, y es melillense. Sus necesidades no son de modernización sino de integración, y de dignificación urbana. De hecho, en ello radica precisamente su modernización. Su nivel sociocultural es bajo. Muy bajo. Y sin embargo sus niños son el futuro de Melilla, o gran parte de él.
Y por último, y no menos importante, se trata de un barrio dormitorio, donde casi la única actividad urbana y ciudadana reseñable es la de servir al habitante de lugar de reposo y de vuelta al hogar. Sin embargo, el paro, la pobreza, y la falta de expectativas han convertido el extrarradio en algo más que dormitorio. Por desgracia ha tomado nuevamente la forma de refugio para rechazados y excluidos, al igual que los primeros habitantes del Albaicín. Y al igual que estos, acaban por crear su propia economía.
La Cañada no necesita de actuaciones pasivas sino activas. Necesita vida. Pero vida propia, no importada ni maquillada. Sus moradores necesitan sentirse orgullosos de su barrio, y dotarlo de tal manera que llegue a ser agradable para cualquier ciudadano pasear por sus calles, disfrutar de su riqueza culinaria, o sentarse en un banco a disfrutar del entorno. El enfoque debe ser, a mi entender, activar toda la maquinaria imaginativa de los círculos políticos y sociales de Melilla, como los colegios profesionales afectados, el conjunto de creativos de la ciudad, y especialmente el gremio del profesorado (forman, conocen y reconocen las necesidades y carencias de sus adolescentes), para posibilitar un plan director cuya finalidad última sea que el ciudadano melillense pueda, llegado el momento, reconocer el extrarradio de la ciudad como lugar visitable, amable, y esencialmente bello. Así de simple. Así de complejo.
Para ello, entre otras cosas, hay que activar el poder de la arquitectura social, dotarla de herramientas suficientes, y poner en valor su mayor patrimonio: el optimismo. Hagámoslo. Pongámonos en marcha. Es sustancialmente factible, tan sólo es cuestión de creer, y de paciencia. El tiempo en la buena arquitectura avanza a ritmos a veces tan pausados que desesperan, y recorre infinidad de dificultades. Pero al final, el Albaicín, arrabal de monte bajo, se coronó como Patrimonio de la Humanidad. No lo olvidemos.
En definitiva, y como bien intuía Churchill, el riesgo es que la arquitectura de las ciudades, de los barrios, de las calles, una vez construida, empieza a devorarnos y a convertirnos poco a poco en lo que somos. Por tanto, cuanto más hagamos por adecentarla, mejorarla, dotarla, y dignificarla, mejores personas seremos.
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